Tango y Jazz: from America with love
El tango y el jazz son grandes contemporáneos y tienen mucho en común. Ambos aparecen en la segunda mitad del siglo XIX y se fortalecen en los primeros veinte años del siglo XX. Son géneros de origen americano pero de bases africanas y europeas. Utilizan instrumentos clásicos como los pianos y las guitarras e insertan nuevos usos para otros instrumentos menos populares, como el saxofón y el bandoneón, que comenzaron a proliferar en la esfera musical por ser de fácil transporte (mucho más que una tuba, no digamos un piano). Más aún, el violín es un indispensable de ambos géneros (por lo menos en sus orígenes) por la misma razón: la practicidad de su transporte.
Otro aspecto en común es el lugar de origen. Nueva Orleans y Buenos Aires son ciudades porteñas, de río. Húmedas y brumosas, de costas irregulares, fueron ideales para la construcción de asentamientos de urbanización subestándar: el arrabal. Dos ciudades que eran un hervidero de pueblos y razas.[2] Fueron, desde sus inicios, ciudades increíblemente musicales que –pese a sus pocos habitantes- para 1910 ya tendrían más de treinta orquestas cada una.
Tanto el jazz como el tango tienen hermanos más simples que buscan asentarse en la tradición, mantener un ritmo simple, letras sencillas; géneros que se desarrollan a la par pero que no buscan la revolución sino la permanencia. En el caso del jazz está la música country y en el del tango, el folklore argentino.
Jazz y tango son géneros americanos, pero su crítica y su furor nacen en Europa. Por lo mismo, en las dos primeras décadas del siglo XX –y en algunas regiones por mucho más tiempo- fueron considerados por las grandes masas de sus respectivos países de origen como una especie de música circense elevada y al principio, lejos de los puertos, la gente de bien de ambas sociedades (norteamericana y argentina) no quería bailar al ritmo de una mezcla inmoral de estilos musicales totalmente ajenos a la tradición. A principios de 1900 incluso los negros sureños que habitaban a las afueras del delta del río Mississippi escuchaban “el jazz” con cierta sorpresa. Cuando La Original Jass Band se presentó por primera vez en Reisenweber Nueva York en 1917, la gerencia del lugar tuvo que pegar avisos resaltando que esta música tenía como objetivo bailar.[3]
Con el tango el fenómeno es similar, las clases sociales altas fueron alejándose del río, dándole la espalda al mar. La ciudad desplazó sus barrios finos primero al sur y luego al norte y el oeste, hacia el delta. Esperaban que sus hijos no se mezclaran con la prole y que no visitaran los tugurios del arrabal. Qué ingenuas las madres argentinas que no intuían dónde pasaban algunas noches los señoritos de buena cuna: bailando hasta el amanecer con las bataclanas del puerto, se convirtieron en excelentes bailarines.
“Una chica fina no podía bailar el tango” me dice una octogenaria que hasta hace pocos años frecuentaba la milonga. “En realidad yo no bailaba tango de joven, mi madre nos lo tenía prohibido –continúa mientras ceba el mate-, aprendí a los 50 años cuando ella murió.” En general, el tango estuvo prohibido por los sectores religiosos, en la Argentina y en el resto del mundo occidental, tanto así que se emitieron unos edictos del Vaticano que impedían bailar el tango en la década de los veinte, justo cuando Gardel conquistaba París y los clubes londinenses se estremecían por los ritmos sincopados del jazz.
El británico Eric J. Hobsbawm dice que el tango es “probablemente el único idioma musical moderno que puede rivalizar con el jazz por su capacidad para conquistar otras culturas, fue por su propio camino, sólo traslapándose con el jazz en los confines del género.”[4]
El tango llegó a Francia por mar, desembarcando en pies y brazos de marineros argentinos en el puerto de Marsella donde habrían de bailarlo con las chicas del lugar. Las mismas provincianas francesas, con el desarrollo del siglo XX, se mudarían a las ciudades. En muchas ocasiones, estas chicas trabajaban en centros nocturnos y cabarets de ciudades como París, Londres y Berlín. A su vez, las familias de clase alta argentina, que prohibían a sus hijos bailar o tocar tango en Buenos Aires, los enviaban a Europa a estudiar, a viajar, a ver un poco de mundo. Es ahí donde los sofisticados jóvenes –que no pasaban su tiempo libre en museos e iglesias sino en bares y cabarets- conocían chicas que ya sabían bailar el tango.
Es importante tener en cuenta las similitudes entre ambos estilos ya que nos dicen que están insertos en procesos sociales más amplios, de larga duración, relacionados con acontecimientos de orden universal, en tiempos donde la globalización no encabezaba los titulares de todos los diarios. No es que se repitan los eventos, ni que un fenómeno sea menos importante que el otro por ser similares. Al contrario, ganan legitimidad y fuerza a la hora de estudiarlos porque no son casualidades del siglo XX sino consecuencias de una época.
El historiador François Dosse piensa que “en donde hay memoria no debemos buscar determinantes sino efectos, no acontecimientos sino el impacto de ellos, no el pasado sino lo que pasó, no la tradición sino cómo se formó esa tradición”. Dosse podría bien referirse al tango: pues más que una música, es un fenómeno social vivo, que afecta a la sociedad, que es fuente de trabajo y patrimonio cultural, que impacta constantemente en la formación de músicos y bailarines argentinos y extranjeros, que mantiene un vínculo vivo con su pasado, con la edad de oro y con la posteridad, que genera propuestas muy diversas dentro y fuera de la Argentina. Es una música llena de memoria que invita al investigador a sambullirse en los cómos y por qués de la tradición.
[2] Berendt, Joachim E., El Jazz de Nueva Orleans a los Ochenta, FCE, México, 2005, p. 28.
[3] Hobsbawm, Eric, The Jazz Scene, Pantheon Books, NY, 1989, p. xliii.
[4] Ibid, pp- 5-6.
Comentarios
Námaste.