la ficción es una diosa extraña



Nos habían dicho que era la cámara, que en la posmodernidad nos había invadido la cámara. Y es cierto, hasta un cierto punto, que la mayor parte de la población (expuesta a los medios de comunicación)  a estas alturas actúa su vida para una filmación inexistente. Mi amigo Ricardo tenía un cuento así, aunque no sé si alguna vez lo terminó. Un personaje (presumiblemente él mismo en una proyección más cool de su Yo) se ligaba a una chica en un bar, pero, en realidad, estaba seduciendo a una cámara cinematográfica imaginaria que seguía cada uno de sus movimientos y captaba los detalles importantes de su desempeño en un zoom.  He visto casos menos afortunados, como la inmensa cantidad de gente que va por ahí amando a su pareja como Jennifer Anniston en Mi novia Polly o que para pedirle matrimonio al “amor de su vida”  recurre a un variado acervo de escenas plagadas de clichés del cine-hollywoodense-que-tiene-lugar-en-París o, peor, de las películas  de Arath de la Torre.
El caso es que creo que no se trata de ser o no posmodernos ni de la-vida-como-espectáculo, sino que, en realidad, como especie, estamos condicionados por nuestras ficciones.  No seré yo quien les explique mejor la función de las neuronas espejo, la importancia que tiene para nosotros la imitación, el llenar nuestro cerebro de fantasías. Para eso, creo que es mejor que lean el libro Leer la mente de Jorge Volpi. Más allá del comercial, al darle una hojeada, se darán cuenta de qué manera estamos determinados por las ficciones de las que nos rodeamos, por todas ellas, desde las series que nos enganchan hasta los libros que leímos cuando éramos niños, las películas que vemos, los cuadros frente a los que nos detenemos en un museo, aquel libro de ilustraciones que hojeamos mientras esperábamos a alguien. Y no tenía que venir a decirnos la neurociencia que tratamos de ser como los personajes que admiramos, que repetimos sus frases, que cuando alguien nos cuenta una anécdota tendemos a relacionarla con el último libro que leímos o que vemos aquel paisaje y pensamos “es tan Van Gogh” y probablemente nos remite a una tonalidad emocional aprendida en una exposición o ante un libro con fotografías.
Y no es sólo eso, no es nada más que los sentimientos que experimentamos, las relaciones que establecemos, los recuerdos que guardamos estén matizados por las ficciones o que sean, de hecho, una ficción ellos mismos. Es que, al vivir, nos planteamos también como artistas (cada quien con sus recursos) y por eso actuamos ante esa cámara imaginaria que nos sigue desde que éramos pequeños como a Kevin Arnold en Los años maravillosos (The Wonder Years). Es inevitable percibir el mundo mediante una estética. Nuestros valores, nuestras acciones, nuestros anhelos están determinados por una concepción de lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo y, más profundamente, por la búsqueda de un sentido. Aquí volvemos a nuestro epígrafe. Para John Wilmot (interpretado por Johnny Depp en la película The Libertine) el teatro es mucho mejor que la vida porque en él cada gesto tiene un sentido, cada acción de los personajes y cada cambio de escenario responde a la necesidad de la obra de comunicar un significado. Sin embargo, el personaje interpretado por Depp parece ignorar lo que Oscar Wilde tenía tan claro: la vida imita el arte mucho más frecuentemente de lo que el arte imita la vida y nosotros le damos sentido al mundo a través de unos ojos que lo filtran mirándolo como si fuera literatura o una película y actuamos nuestro personaje (creado por nosotros mismos) en un mundo que configuramos junto con los otros y que vamos interpretando al vuelo.
Últimamente no puedo dejar ir el pensamiento  de que mi destino depende no solamente de un oscuro azar o de mi visión del mundo, sino de la de los otros, que la belleza de mi historia será también la de la historia de la gente con la que me tope. Siempre he dicho que hay que enamorarse de alguien con capacidad hermenéutica y adicción por la trama. También hay que hacerse amigo de alguien que haya leído a Proust. La ficción, el arte, es una diosa extraña porque crea el mundo desde nosotros mismos y, desde ahí, escribe o pinta nuestro destino.
Por: Elisa T. Di Biase
Fuente: Revista Incendios

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