le freak c'est chic

Tardó varios minutos en reaccionar desde que colgó el teléfono. Aunque su razón ya se lo venía advirtiendo, aún no podía creer que su amante hubiera dicho que había terminado durmiendo en casa de Julie, alguna de las putitas francesas con las que estuvo drogándose la noche anterior, y que se dignara a reportarse hasta las 4 de la tarde del día siguiente al que había abandonado a su novia en una fiesta mediocre y patética de la colonia Condesa.

- ¿Dónde estabas?

- Comiendo.

- ¿Y antes?

- Dormido.

- ¿Dormido dónde?

- En casa de Julié.

- ¿Te la cogiste?

- No.

- Ya.

- Voy llegando a mi casa.

- Bien, voy por mis cosas.

*clic*


No sabía qué ponerme, decidí conservar los mismos vaqueros de la noche anterior, con todo y arrugas, mal olor y sentido de la decepción en los bolsillos, además de la asombrosa camiseta verde fosforescente, regalo de mi amigo Luis, que dice “call me now” por delante y un número telefónico por detrás, a la altura de las nalgas, rematé con una chamarra deportiva ajustada y mis tennis negros. Me acerqué al espejo para componerme el cabello, retocar el maquillaje y coronarme las costosas gafas oscuras.

Llegué a su casa y estaba abierto, lo escuché gritar mi nombre desde el cuarto de baño, como para decirme que pasara. Entré familiarmente a esa casa congelada, tomé del sillón la sudadera naranja que le había prestado el mismo amigo Luis quien la tarde anterior había hecho “cleaning” en su casa como tan mariconamente le gusta decir, subí a paso firme por la escalera de caracol. Ignorando su voz en el baño, entré a la recámara principal por mi maleta, donde guardé mi pijama, mis 2 novelas, mi mochila roja, mis apuntes y algo de ropa que andaba por ahí. Hacía calor. No tomé el sombrero café porque no lo divisé… estaba aún en su coche.

Entré al baño por algunas cosas y él estaba cagando, me sonrió y dijo “creo que huele feo”, yo, con las gafas puestas, no pude ni verlo a los ojos mientras contesté “creo que ya no huelo nada”. Rozándole las rodillas me incliné a la bañera por mi cepillo de dientes, la pasta dental miniatura y de salida tomé el cepillo negro para el pelo que siempre traigo en la bolsa de mano. Azoté la puerta. Estaba sudando y el Ajusco sobrevivía una tarde soleada de domingo.

Lo guardé todo en mi camioneta y titubeé… ¿eso era todo? Al parecer así terminaría nuestro hermoso romance… por segunda vez. Algo dentro de mí se rehusó a marcharse sin una explicación y regresé a la casa. Busqué una cerveza en la nevera, nada. Subí despacio a su cuarto y encontré media pinta casi llena. Me apropié de ella y comencé a beberla sentada en el sillón azul de su recámara con los lentes de sol aún puestos. Mirando su cama, su aparato de música, su televisor, sus cosas regadas por el sillón que me recordaban el viaje reciente a Londres… no pensaba en nada más que en contener la calma y esperar a que terminara de bañarse.

Entró a la recámara desnudo y chorreando agua, tapándose el sexo con la ropa sucia, que desde la entrada llenó el espacio con un denso olor mezcla de eterna oscuridad nocturna, sexo plástico y tabaco incrustado. Y a mi me pareció que lo escondía porque no quería que yo viera que ya lo había metido en una cueva asquerosa y repugnante.

- ¿Qué onda?

- Nada… aquí.


Silencio.


Ella se terminó la cerveza y bajó a la mesa de billar buscando sus cigarrillos maricones y el encendedor naranja que hace poco había recuperado de los pantalones de él, aventados al suelo en la habitación. Ahí donde también encontró un ticket de una marisquería que demostraba cómo si podía pagarle la comida a todos esos franchutes de quinta refugiados en un país de tercera y que además no daban ni un centavo por su existencia, pero no podía pagar completo el corte de pelo que ella pagó en una estética coreana de la colonia Roma, ni los diez pesos para el niño que lavó y cuidó el coche, o las seis cervezas que se tomaron en el apartamento del amigo maricón quien con sabia razón se había rehusado a conocer al patán con el que salía su querida y alocada amiga.


Eructé, luego prendí mi quinto cigarro y me acomodé las gafas.

- Me puedes decir ¿por qué estás enojada?

- Por las groserías de tu amiga, esa gata sin educación.


También le dijo que estaba encabronada por la actitud de él, por no haberla defendido, por no haberle puesto un centímetro de atención en toda la noche.

- Tal vez sea yo que tenga una concepción obsoleta de lo que es una relación, pero te portaste de la peor manera, te encerraste en un cuarto con una puta gorda a meterte quién sabe cuántas rayas de coca, no dijiste ni “pío” cuando la gran puta corriente de tu amiga me insultó, no una ni dos ni tres veces, me insultó toda la puta noche.

Él guardó silencio. No dijo nada. Ella siguió hablando para ordenar sus ideas, para darse cuenta que repetía neciamente la palabra “puta”, y definir sus sentimientos, más que para informarlo de lo que se había perdido en su nochecita de fiesta. Habló lento, sin enojarse mucho, sin llorar y sin quitarse los lentes de sol que ocultaban esa mirada perdida al interior del corazón que no podía contener su tristeza. Él estaba inmóvil a su lado, agarrándose los pies… creo. Ella seguía fumando frenéticamente, tratando de contener el temblor de la rabia que sus propias palabras iban aumentando. Le dijo muchas cosas, no recuerdo el orden, pero le dijo que el único decente de la fiesta había sido el francesito que había agarrado la onda, cuando ella objetó que hablar en otro idioma frente mexicanos que no entienden es una putada y una falta de educación. Todos se ofendieron, menos él que a partir de ese momento le habló cariñosamente en un español melódico y hasta le concedió poner una de sus canciones favoritas. Incluso el trío de lesbianas y la francesa que habla español con tono argentino habían sido buena onda con ella. Pero no la golfa amiga de su novio y definitivamente tampoco él. El francés del acento melódico le hacía más caso al perro que soportaba una pésima fiesta ahí dormido en el sillón, que tú a tu chava, bailando como idiota para llamar tu atención. Y no logró conseguirlo.

En cambio él le trepó las piernas a una lesbiana en el mismo sillón del perro y la mantuvo aburridísima por horas y horas contándole, como siempre lo hace, sus desgracias sobre la sirvienta que le robó, la secretaria que lo estafó, la amiga que sorprendentemente no lo ayudó, la ex mujer que es una hija de la chingada y sólo le pide dinero, el amigo pésimo que se cree millonario de rancho y va por la vida humillando a la gente y pisoteándola cuando se deja, el vecino marihuano que se la pasa quemando hierba todas las horas del día afuera de su balcón y más.

- Pero eso no fue suficiente cabrón, en cuanto apareció tu amiguita cumpleañera, también le trepaste las piernas y la golfa ni se inmutó y luego te encerraste más de cuarenta minutos con otra puta, con la misma que para terminarla de amolar te fuiste a dormir… y yo me dejé… me aguanté por pendeja.

Pagaste 375 pesos en una marisquería con tu tarjeta de débito, cuando ayer la que pagó el chupe, los hielos y hasta los cigarros para su amiguita fui yo, y ni con eso la gata se contuvo de divertirse toda la noche siendo grosera conmigo.


Todo esto le dije y más. Le dije que cuando le reclamé, ayer en la noche, su respuesta fue la de un quinceañero que sale por tercera vez con una nueva novia, que busca divertirse y que es más importante apagar la luz de la fiesta y ser el último en salir que ser responsable y llevar a su novia a su casa, sana y salva, y no mandarla caminando en una noche helada al interior de una ciudad peligrosísima, con el orgullo hecho trizas y el corazón lastimado.

- Claro que no, eso es imposible, ¡en qué cabeza cabe! Si todo eso representa responsabilidad y madurez que tú definitivamente no tienes.

Le reclamé que no era un hombre maduro, ni responsable ni agradecido con una chava que le había dado todo su cariño. Era un reverendo hijo de puta destinado a vivir solo por eso, por ser un reverendo hijo de puta. Dejó que me ofendieran toda la noche, y me lastimó.

- Pude haberme llevado un excelente recuerdo tuyo allá lejos donde voy, pero ayer lo arruinaste todo.


Ella se levantó por fin, hizo una pausa para aclararse la garganta en exhaustivo estado. Se quitó por primera vez los lentes mostrando unos hermosos ojos color café con ganas de ponerse llorosos. Apagó el sexto cigarro y dijo.

- Voy a extrañar esta casa, a tu hijo y a tu perro… y todos los bellos momentos que vivimos juntos. Mi corazón está curtido, lo que me hiciste lo sanará el tiempo y 7mil kilómetros al sur… Te voy a extrañar y te deseo lo mejor.


Volteó primero la cara y luego el cuerpo entorpecido por tanta adrenalina. Ahora cerró la puerta con cuidado, casi con ternura y se fue.


En todo ese tiempo que habrán sido como 45 minutos, él no dijo nada y ella, mientras encendía el auto y elevaba el volumen de la música, esbozaba una curiosa sonrisa victoriosa por haber contenido el llanto y haberle dicho al amor de sus últimos tiempos en México las cosas que necesitaba expulsar de su sistema antes de convertir su recuerdo en un fétido cáncer al interior del corazón y llevarlo como cadena arrastrándose hasta el país de la plata.

No lloré, ni lo hago ahora que vuelvo a pensar lo sucedido, fumo despacio, en silencio… y, mientras comienzo el proceso de resignación, recuerdo que olvidé mi sombrero en su coche, con una chingada. Cuando termine esta novela de Leñero, no tendré más remedio que enfrentar la realidad, no este relato de un mal viaje marihuano y una noche infernal con puros personajes de una película de “espantos” serie B, sino ese sonsonete de Charly García desde mi habitación y la cruda realidad de alguien que se queda perplejo mirando los cachitos del corazón que se rompió… otra vez se me rompió.

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