buen provecho mi querido coronel
Caminaba el Coronel Márquez muy seguro de lo que hacía y a la vez orgulloso de volver, por las veredas que muy bien conocía; sin embargo, ya no eran las mismas que antaño recorriera. Él iba aun erguido, a pesar del largo trayecto del tren, que lo había dejado exhausto, pero no había nada en ese momento que le quitara las ansias y el deseo de volver, así que no se detuvo ni un solo instante; él estaba decidido a regresar y así lo haría. Estaba llegando al pueblo, ya no veía a nadie conocido, la mayoría de los que transitaban por las calles eran gente joven o niños y el trató de identificar a alguno pero le resultaba imposible; había pasado mucho tiempo. Al llegar a la vieja casona de las afueras, tocó la gran campana que colgaba del pórtico, tres veces como de costumbre, pero antes de que alguien respondiera a su llamado, se dijo a sí mismo: “¿Qué estoy haciendo?, esto no tiene sentido; ya es demasiado tarde”, y regresó por donde vino.
En la taquilla de la estación una mano indiferente le pasó por debajo del vidrio el cambio de su dinero y un boleto para regresar a su hogar. Al tener el boleto de vuelta en sus manos estuvo apunto de soltar una carcajada irónica, “si yo no tengo hogar, mas lo pude haber tenido hace algunos años si no me hubiera marchado dejándolo todo en el olvido”. Un joven le asignó su lugar junto a la ventana como a él le gustaba. Se sentó, acomodó sus cosas debajo de su asiento (pues desconfiaba de ponerlas en algún compartimento y olvidarlas al bajar) y se disponía a dormir. Al ver como corría el tren entre los matorrales desérticos, sentíase desfallecer, su pasado estaba cada vez más lejos y él no lo podía evitar; era tarde ya.
El coronel se odiaba con todas sus fuerzas, estuvo apunto de realizar un sueño que llevaba atravesado en el pecho desde hace mucho tiempo y por su falta de coraje o su miedo al reencuentro, se marchó echándolo todo por la borda, ¿Cómo era posible que fuera tan fuerte en su juventud y se hubiera vuelto tan débil ahora, sería acaso que los recuerdos y el rencor le pesaban en el alma? Se iba preguntando una y otra vez lo que hubiera pasado si le hubieran abierto aquel portón de donde había escapado despavoridamente hace apenas una horas; tal vez ella seguía siendo igual que antes: liviana como el aire, dócil como la seda y tan hermosa como una flor. Tal vez ya no vivía más ahí, “pudo haber muerto y yo ni me hubiera enterado” se dijo a sí mismo. Y como se hubiera enterado si estuvo lejos tanto tiempo. Sí, fue un infeliz y bien hubiera hecho ella al morirse sin avisar antes, él nunca fue capaz de mandar un cable para anunciar que no volvería, que sería mejor que se hubiese casado con otro, que sé yo.
Mientras pensaba esto, el coronel fue acomodando su pesada cabeza acumuladora de recuerdos en el respaldo y poco a poco se durmió. Al dormir, su sueño no fue nada placentero. Soñó con ella, un cuervo negro sostenía su frágil existencia en la boca mientras volaba y él, por más esfuerzos que hiciera al tratar de alcanzarlo con sus manos, le era inútil y se iba alejando cada vez más del lugar de partida.
El tren se detuvo en su primera parada, donde muchos pasajeros subían y bajaban mientras otros sólo permanecían en sus respectivos asientos esperando la reanudación del viaje. Uno de esos pasajeros que subía era una mujer que tenía un pie en la entrada de la edad madura pero no había perdido el encantador fulgor juvenil de sus ojos.
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En la taquilla de la estación una mano indiferente le pasó por debajo del vidrio el cambio de su dinero y un boleto para regresar a su hogar. Al tener el boleto de vuelta en sus manos estuvo apunto de soltar una carcajada irónica, “si yo no tengo hogar, mas lo pude haber tenido hace algunos años si no me hubiera marchado dejándolo todo en el olvido”. Un joven le asignó su lugar junto a la ventana como a él le gustaba. Se sentó, acomodó sus cosas debajo de su asiento (pues desconfiaba de ponerlas en algún compartimento y olvidarlas al bajar) y se disponía a dormir. Al ver como corría el tren entre los matorrales desérticos, sentíase desfallecer, su pasado estaba cada vez más lejos y él no lo podía evitar; era tarde ya.
El coronel se odiaba con todas sus fuerzas, estuvo apunto de realizar un sueño que llevaba atravesado en el pecho desde hace mucho tiempo y por su falta de coraje o su miedo al reencuentro, se marchó echándolo todo por la borda, ¿Cómo era posible que fuera tan fuerte en su juventud y se hubiera vuelto tan débil ahora, sería acaso que los recuerdos y el rencor le pesaban en el alma? Se iba preguntando una y otra vez lo que hubiera pasado si le hubieran abierto aquel portón de donde había escapado despavoridamente hace apenas una horas; tal vez ella seguía siendo igual que antes: liviana como el aire, dócil como la seda y tan hermosa como una flor. Tal vez ya no vivía más ahí, “pudo haber muerto y yo ni me hubiera enterado” se dijo a sí mismo. Y como se hubiera enterado si estuvo lejos tanto tiempo. Sí, fue un infeliz y bien hubiera hecho ella al morirse sin avisar antes, él nunca fue capaz de mandar un cable para anunciar que no volvería, que sería mejor que se hubiese casado con otro, que sé yo.
Mientras pensaba esto, el coronel fue acomodando su pesada cabeza acumuladora de recuerdos en el respaldo y poco a poco se durmió. Al dormir, su sueño no fue nada placentero. Soñó con ella, un cuervo negro sostenía su frágil existencia en la boca mientras volaba y él, por más esfuerzos que hiciera al tratar de alcanzarlo con sus manos, le era inútil y se iba alejando cada vez más del lugar de partida.
El tren se detuvo en su primera parada, donde muchos pasajeros subían y bajaban mientras otros sólo permanecían en sus respectivos asientos esperando la reanudación del viaje. Uno de esos pasajeros que subía era una mujer que tenía un pie en la entrada de la edad madura pero no había perdido el encantador fulgor juvenil de sus ojos.
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Cuando subí al tren me asignaron un lugar en la tercera fila, rogué que no me sentaran junto a un fumador porque desde hace tiempo ya no soporto el humo del tabaco. Así fue que llegué donde un hombre dormitaba, tenía más o menos mi edad. Para no interrumpir su reposo acomodé mis pertenencias en forma silenciosa y me senté en mi lugar. Observé al hombre largo rato; su cara se me hacía muy familiar pero no lograba encontrar el parecido con alguien conocido, así que me di por vencida y saqué mi novela del bolso, me gustaba leer mucho en los trenes ya que el viaje se me hacía más rápido y no tan tedioso.
Sentí los movimientos del hombre que se desperezaba y me moví un poco a la derecha ya que mi hombro le estorbaba para acomodarse.
- Usted perdone, no sabía que alguien estaba ocupando su lugar pues al subirme yo en el tren, su asiento estaba vacío.
- No hay cuidado, ¿tuvo usted un buen sueño?
- En realidad no, soñé con un cuervo y con muchas otras tarugadas.
- Pues parecía usted todo un angelito al dormir, lo he estado observando.
- ¡Qué embarazosa situación!
- ¿Por qué dice usted eso?
- Es que yo cuando duermo ronco y además babeo si estoy muy cansado.
- ¿Tuvo un largo viaje?
- Si, fui a visitar a una vieja y muy querida amiga pero no la encontré. ¿Y usted?
- Yo voy a visitar a mi madre que está muy enferma.
- Cuanto lo siento.
El Coronel olfateó un olor delicioso y volteó a ver la canasta que llevaba la mujer en el regazo.
- Y, si se puede saber, ¿qué lleva usted en aquella canasta? - Dijo curiosamente señalando en dirección al olor.
- Son manzanas, a mi madre le encantan, además le van a caer de maravilla en su enfermedad.
- Manzanas. . . . . . . . . . .
- Si, son el mejor de los remedios contra los malos espíritus que provocan la enfermedad. En mi tierra se acostumbra a poner algunas manzanas, de preferencia verdes, en las vitrinas o cualquier mueble que sea abierto con frecuencia. Como le decía, se guardan verdes en la vitrina y conforme van madurándose, su exquisito olor se va soltando y cubre la casa ahogando a los malos aires e impregnando el ambiente de fluidos afrodisiacos que llenan el alma de amor y felicidad.
- ¡Pero ha dicho usted manzanas! - repitió el Coronel con insistencia.
- ¿Por qué le sorprende tanto, si son lo más típico por la región?
- Hace mucho tiempo, cuando yo tenía menos de la mitad de edad que tengo ahora, se acostumbraba hacer una fiesta de aproximadamente dos semanas de duración en mi pueblo, debido a la celebración de las fiestas de pascua. Todos se reunían en la plaza de la ciudad y llevaban lo que mejor supieran hacer. Unos llevaban carnitas, otros chicharrón, algunos más llevaban manualidades que ellos mismos hacían para venderlas en las fiestas y muchas otras cosas. Ahí andábamos mis amigos y yo, estábamos muy alegres como era lo usual entre todos los jóvenes y paseábamos por entre todos los puestos cuando la vi. Estaba atrás de un modesto aparador, liviana como el aire, tanto que parecía que se elevaba entre todas las demás cabezas del festejo. Le juro por lo más sagrado que exista que nunca vi ni volveré a ver jamás a una mujer tan bella como aquella; su boca era perfecta, su nariz tan fina como la sal, su cabello de un color tan negro como el azabache mismo, pero lo más bello eran sus grandes ojos fijos. Yo no sabía si acercarme de una manera u otra, su mirada me tenía anonadado, al fin me decidí y me acerqué. Le pregunté que era lo que vendía y me dijo que manzanas, volví a preguntar “cuánto cuestan”, nada - dijo ella - mis manzanas son tan especiales que no tienen precio, las come aquél que quiera saber lo que es la vida, “¿qué, tan buenas son?”, pruébalas y verás - contestó en un tono un tanto atrevido y un tanto burlón, me acercó una servilletita de tela azul bordada por manos de ángel con dos manzanas envueltas en ella, a simple vista parecían manzanas comunes y corrientes, es más, me atrevo a decir que se veían de mal aspecto (un poco verdes), pero ella me había gustado tanto que ni siquiera se me ocurrió hacer un mal gesto o una mueca. En fin, tomé aliento y di un mordisco a la primer manzana. ¡ay, cómo recuerdo aquel instante! parece que fue ayer, es el mejor recuerdo que guardo de ella, mientras comía, un jugo afrodisiaco recorría mis dientes y mi paladar hasta llegar a mi estómago, no puedo expresar la explosión que causó aquel sabor en mis entrañas, sentí. . . sentí ¡la gloria! Al abrir los ojos la vi, ella estaba más radiante que nunca, sus dientes reflejaban el fulgor del sol. En ese preciso instante supe que yo no podría separarme de esa mujer jamás. . . . . ¿pero qué le pasa, se a puesto más pálida que la misma muerte. Está usted bien?
- Si. . . es sólo un pequeño mareo, no se apure ya estoy bien. Ahora, si me disculpa, voy un momento al tocador.
- Pase usted.
La mujer se levantó de su asiento y como un rayo desapareció de la vista del Coronel, él quedó un poco perturbado por la reacción de aquella mujer, había estado tan atenta al relato, con un interés extraordinario y, al poco tiempo, su rostro hizo una mueca de horror y su cara palideció hasta tal punto que parecía desfallecer. Más el Coronel olvidó el incidente en pocos minutos y decidió cerrar los ojos mientras ella volvía, ya que le había parecido encantadora y quería charlar un poco más en lo que el tren seguía su recorrido hasta la próxima parada.
Más el Coronel no sólo cerró los ojos sino que volvióse a dormir profundamente. Esta vez volvió a soñar con su amada, mas que soñar la recordó, recordó su sonrisa de perlas, recordó sus grandes ojos fijos y más que nada, recordó el amargo recuerdo que él le había dejado al partir prometiendo regresar sin haberlo cumplido nunca. Él sabía que no había regresado por cobarde, por no tener las agallas suficientes para madurar y morir junto a ella, él quería vivir libre su vida, sin estorbos, sin molestias como todos los jóvenes. Pero uno de esos días se dio cuenta de que la extrañaba y ya era demasiado tarde para volver; la había perdido para siempre.
Una angustia proveniente de lo más profundo de su ser lo obligó a despertar y por inercia miró el asiento vecino, ella no había regresado del tocador y ya estaba oscureciendo. Después bajó la vista y no encontró sus pertenencias, sólo un viejo pañuelo azul bordado con dos manzanas frías y mal envueltas. Con horror, el Coronel desenvolvió una de esas y la mordió, al hacer contacto el fruto con su boca, no tuvo que pensarlo dos veces; era el mismo sabor del amor que había probado hace tanto tiempo. Entonces, por un impulso aventó el pañuelo que tenía recargado sobre las piernas al suelo y corrió al sanitario; no había nadie, después revisó cada uno de los asientos del vagón pero el esfuerzo fue inútil; ella se había ido. Con la mayor de las ansiedades, llegó al final del compartimento y empezó a gritar “¡paren el tren, paren el tren, tengo que bajar inmediatamente!”, más el tren no se paró.
Un empleado se acercó al Coronel y le dijo:
- Señor, el tren no puede parar sino hasta dentro de una hora y media.
- !Es que tú no entiendes!, ella se ha ido, se ha ido sin siquiera hablar conmigo. ¡No pude decirle cuanto lo siento y jamás volveré a verla!
- Si esta usted hablando de una mujer que salió en carácter de urgente, es cierto ella se ha ido. Bajó en la última estación.
- Jamás volveré a verla - susurró el Coronel.
- ¿Disculpe?
- No, no es nada - el Coronel bajó la mirada y con las lágrimas apunto de brotarle por los ojos, decidió regresar a su asiento.
- ¡Espere Coronel! Ella dejó una nota para usted.
El Coronel abrió el papel con las manos temblorosas y leyó algo que iba más o menos así:
Mi querido y viejo Coronel:
Jamás pensé volver a verte, de hecho pensé que habías muerto y eso me consolaba un poco. Sin embargo, al reconocerte esta tarde en el tren tuve ganas de matarte yo misma, nunca entendí porqué te fuiste; la verdad ya no me interesa. En fin, espero que disfrutes las manzanas que te dejo ya que eran lo único que me quedaba de tu recuerdo.
Buen Provecho mi querido Coronel.
Sentí los movimientos del hombre que se desperezaba y me moví un poco a la derecha ya que mi hombro le estorbaba para acomodarse.
- Usted perdone, no sabía que alguien estaba ocupando su lugar pues al subirme yo en el tren, su asiento estaba vacío.
- No hay cuidado, ¿tuvo usted un buen sueño?
- En realidad no, soñé con un cuervo y con muchas otras tarugadas.
- Pues parecía usted todo un angelito al dormir, lo he estado observando.
- ¡Qué embarazosa situación!
- ¿Por qué dice usted eso?
- Es que yo cuando duermo ronco y además babeo si estoy muy cansado.
- ¿Tuvo un largo viaje?
- Si, fui a visitar a una vieja y muy querida amiga pero no la encontré. ¿Y usted?
- Yo voy a visitar a mi madre que está muy enferma.
- Cuanto lo siento.
El Coronel olfateó un olor delicioso y volteó a ver la canasta que llevaba la mujer en el regazo.
- Y, si se puede saber, ¿qué lleva usted en aquella canasta? - Dijo curiosamente señalando en dirección al olor.
- Son manzanas, a mi madre le encantan, además le van a caer de maravilla en su enfermedad.
- Manzanas. . . . . . . . . . .
- Si, son el mejor de los remedios contra los malos espíritus que provocan la enfermedad. En mi tierra se acostumbra a poner algunas manzanas, de preferencia verdes, en las vitrinas o cualquier mueble que sea abierto con frecuencia. Como le decía, se guardan verdes en la vitrina y conforme van madurándose, su exquisito olor se va soltando y cubre la casa ahogando a los malos aires e impregnando el ambiente de fluidos afrodisiacos que llenan el alma de amor y felicidad.
- ¡Pero ha dicho usted manzanas! - repitió el Coronel con insistencia.
- ¿Por qué le sorprende tanto, si son lo más típico por la región?
- Hace mucho tiempo, cuando yo tenía menos de la mitad de edad que tengo ahora, se acostumbraba hacer una fiesta de aproximadamente dos semanas de duración en mi pueblo, debido a la celebración de las fiestas de pascua. Todos se reunían en la plaza de la ciudad y llevaban lo que mejor supieran hacer. Unos llevaban carnitas, otros chicharrón, algunos más llevaban manualidades que ellos mismos hacían para venderlas en las fiestas y muchas otras cosas. Ahí andábamos mis amigos y yo, estábamos muy alegres como era lo usual entre todos los jóvenes y paseábamos por entre todos los puestos cuando la vi. Estaba atrás de un modesto aparador, liviana como el aire, tanto que parecía que se elevaba entre todas las demás cabezas del festejo. Le juro por lo más sagrado que exista que nunca vi ni volveré a ver jamás a una mujer tan bella como aquella; su boca era perfecta, su nariz tan fina como la sal, su cabello de un color tan negro como el azabache mismo, pero lo más bello eran sus grandes ojos fijos. Yo no sabía si acercarme de una manera u otra, su mirada me tenía anonadado, al fin me decidí y me acerqué. Le pregunté que era lo que vendía y me dijo que manzanas, volví a preguntar “cuánto cuestan”, nada - dijo ella - mis manzanas son tan especiales que no tienen precio, las come aquél que quiera saber lo que es la vida, “¿qué, tan buenas son?”, pruébalas y verás - contestó en un tono un tanto atrevido y un tanto burlón, me acercó una servilletita de tela azul bordada por manos de ángel con dos manzanas envueltas en ella, a simple vista parecían manzanas comunes y corrientes, es más, me atrevo a decir que se veían de mal aspecto (un poco verdes), pero ella me había gustado tanto que ni siquiera se me ocurrió hacer un mal gesto o una mueca. En fin, tomé aliento y di un mordisco a la primer manzana. ¡ay, cómo recuerdo aquel instante! parece que fue ayer, es el mejor recuerdo que guardo de ella, mientras comía, un jugo afrodisiaco recorría mis dientes y mi paladar hasta llegar a mi estómago, no puedo expresar la explosión que causó aquel sabor en mis entrañas, sentí. . . sentí ¡la gloria! Al abrir los ojos la vi, ella estaba más radiante que nunca, sus dientes reflejaban el fulgor del sol. En ese preciso instante supe que yo no podría separarme de esa mujer jamás. . . . . ¿pero qué le pasa, se a puesto más pálida que la misma muerte. Está usted bien?
- Si. . . es sólo un pequeño mareo, no se apure ya estoy bien. Ahora, si me disculpa, voy un momento al tocador.
- Pase usted.
La mujer se levantó de su asiento y como un rayo desapareció de la vista del Coronel, él quedó un poco perturbado por la reacción de aquella mujer, había estado tan atenta al relato, con un interés extraordinario y, al poco tiempo, su rostro hizo una mueca de horror y su cara palideció hasta tal punto que parecía desfallecer. Más el Coronel olvidó el incidente en pocos minutos y decidió cerrar los ojos mientras ella volvía, ya que le había parecido encantadora y quería charlar un poco más en lo que el tren seguía su recorrido hasta la próxima parada.
Más el Coronel no sólo cerró los ojos sino que volvióse a dormir profundamente. Esta vez volvió a soñar con su amada, mas que soñar la recordó, recordó su sonrisa de perlas, recordó sus grandes ojos fijos y más que nada, recordó el amargo recuerdo que él le había dejado al partir prometiendo regresar sin haberlo cumplido nunca. Él sabía que no había regresado por cobarde, por no tener las agallas suficientes para madurar y morir junto a ella, él quería vivir libre su vida, sin estorbos, sin molestias como todos los jóvenes. Pero uno de esos días se dio cuenta de que la extrañaba y ya era demasiado tarde para volver; la había perdido para siempre.
Una angustia proveniente de lo más profundo de su ser lo obligó a despertar y por inercia miró el asiento vecino, ella no había regresado del tocador y ya estaba oscureciendo. Después bajó la vista y no encontró sus pertenencias, sólo un viejo pañuelo azul bordado con dos manzanas frías y mal envueltas. Con horror, el Coronel desenvolvió una de esas y la mordió, al hacer contacto el fruto con su boca, no tuvo que pensarlo dos veces; era el mismo sabor del amor que había probado hace tanto tiempo. Entonces, por un impulso aventó el pañuelo que tenía recargado sobre las piernas al suelo y corrió al sanitario; no había nadie, después revisó cada uno de los asientos del vagón pero el esfuerzo fue inútil; ella se había ido. Con la mayor de las ansiedades, llegó al final del compartimento y empezó a gritar “¡paren el tren, paren el tren, tengo que bajar inmediatamente!”, más el tren no se paró.
Un empleado se acercó al Coronel y le dijo:
- Señor, el tren no puede parar sino hasta dentro de una hora y media.
- !Es que tú no entiendes!, ella se ha ido, se ha ido sin siquiera hablar conmigo. ¡No pude decirle cuanto lo siento y jamás volveré a verla!
- Si esta usted hablando de una mujer que salió en carácter de urgente, es cierto ella se ha ido. Bajó en la última estación.
- Jamás volveré a verla - susurró el Coronel.
- ¿Disculpe?
- No, no es nada - el Coronel bajó la mirada y con las lágrimas apunto de brotarle por los ojos, decidió regresar a su asiento.
- ¡Espere Coronel! Ella dejó una nota para usted.
El Coronel abrió el papel con las manos temblorosas y leyó algo que iba más o menos así:
Mi querido y viejo Coronel:
Jamás pensé volver a verte, de hecho pensé que habías muerto y eso me consolaba un poco. Sin embargo, al reconocerte esta tarde en el tren tuve ganas de matarte yo misma, nunca entendí porqué te fuiste; la verdad ya no me interesa. En fin, espero que disfrutes las manzanas que te dejo ya que eran lo único que me quedaba de tu recuerdo.
Buen Provecho mi querido Coronel.
el premio de este cuento (UNAM DGIRE 1998)
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